jueves, 23 de agosto de 2018

Plaza Boedo

El viento era tan espeso que alcanzaba para hacerte compañía. El calor iba en aumento pero todavía <se podía estar>. Paré para almorzar y ocupé un lugar en las escalinatas, de cara al sol. Estaba leyendo, por lo que al principio no advertí la escena que se fue formando a mí alrededor, como en el teatro, cuando los actores corren de un lado a otro buscando su lugar y detrás van los maquilladores, vestuaristas y utilería. Se levanta el telón y de repente uno encuentra todo armado, armónico, un caos lógico y funcional. Así los encontré frente a mí, jugando a la pelota en el centro del playón que rodeaban las escalinatas. A un costado, un busto de bronce los seguía con la mirada y esquivaba como podía algunos pelotazos. Dos caniches que andaban sueltos les corrían los botines a riesgo de convertirse ellos mismos en el objeto de juego.
Me saque los auriculares para completar la escena. Y sí, había pajaritos, pero también los ruidos de la ciudad, las bocinas, el sordo ruido de las pastillas de freno, la feria itinerante. La música lejana de la calesita que traía por momentos el viento. Ellos gritaban. Se tiraban al piso y barrían la pelota y los tobillos ajenos como si fuera una final de campeonato. El sol del medio día les daba de lleno pero cuando sos chico no te importa. Pronto comprendí que estaba sentada detrás del arco, suponía un riesgo y me corrí. La señora que tomaba mate a la sombra me copió la táctica.
Ellos brillaban de sudor y exhalaban energía, como vectores de velocidad en direcciones inversas. Los caniches se cansaron. Una jugada paso de largo, mandó la pelota a la calle, esquivando por nada la cara de la señora que, de repente, gritó: - ¡¿Qué te parece si corres el arco, pichón?! – Su voz estaba llena de tango, de pucho y de sol. Ellos prefirieron tirarse al suelo, tenderse justo donde habían quedado parados. La señora esbozó una carcajada triunfal y me ofreció un mate. La plaza era pura vida. Hacía calor, pero <se podía estar>. 

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