miércoles, 31 de mayo de 2017

Espacio y tiempo


" El espacio es medio raro. Últimamente viene muy mezclado con el tiempo. (...) A su alma le ha sucedido espacio", le explicaba pacientemente el Dr Golo al Narrador en El evangelio según Van Hutten. La afirmación irrefutable era su especialidad. Pero ¿cuanto tiempo es suficiente para tener el espacio que necesitamos?. Es innegable que el tiempo requiere de la distancia. Si no nos separamos de lo que nos hace mal no hay tiempo que nos ayude. Aunque la mayoría del tiempo, valga la redundancia, es justamente eso lo que nos hace falta para animarnos a poner espacio. Que nos "suceda" el tiempo es bien aceptado, pero resulta brillante que ademas, nos suceda el espacio. Un profesor siempre nos decía que teníamos que aprender a darle aire a las historias, dejar que los textos respiren. Y yo creo que eso es poner espacio y tiempo. Dar aire. Respirar. ¿Y si lo trasladamos al día a día, a la vida misma?. Que nuestra rutina no sea una Oda a la Obligación. Ser conscientes, en algún momento del día, de que respiramos, de que nuestros cuerpos duelen, de que nuestras almas gritan. Darle tiempo al espacio, y espacio al tiempo. 

Por ultimo, a todo lo anterior, restarle velocidad...

sábado, 27 de mayo de 2017

Como que me llamo Juan (4)

Al quinto día no fue a trabajar. Encerrado en su habitación. La de siempre. Autitos metálicos despintados. Cortinas azules. Empapelado. Había permanecido la noche entera sentado sobre la colcha con dibujos de palmeras. Piernas cruzadas. La carta delante. Sin pestañear. Virgilio, perro fiel, echado a un lado, rascaba el sobre de papel madera con su pata. ¿Qué iba a hacer? No podía entregarla, por más que lo hubiera intentado. No podía devolverla. Solo restaba hacer caso al guía y abrirlo. Pidió disculpas al universo cármico de la privacidad de correspondencia. Fue cuidadoso. Como un amante primerizo. Despego con delicadeza la cinta. Levanto la solapa. Miro adentro. Muchas hojas, abrochadas. Una especie de informe. Manuscrito. Cursiva. Tinta de pluma. Su nombre en el primer renglón:
“Juan Francisco Soler. 28. 1,80mts. 80kg. Moreno. Madre Alicia. Padre Alfonzo. Deja su domicilio cada mañana a las 7 am…” 15 hojas ilustradas sobre su más profunda intimidad.
Nauseas. Terror. Paranoia. Toda su vida extraordinariamente detallada.
Desesperado llama a su madre. Que haga un bolso ligero y lo espere en la estación. Que lo vigilan. Que seguro lo persiguen. Que se apure. Que no hable con nadie.

Sale corriendo. Cegado. Tiembla y corre. Lo ha dejado todo.  A los pocos pasos ya está bañado en transpiración. Se esfuerza por respirar. Corre más rápido.  Cruza el parque. El silencio profundo de la madrugada lo irrita. Solo algunos grillos. Calles totalmente vacías. El paso a nivel. La oscuridad. La niebla. Espesa bruma. El silencio. Corre más aunque el dolor punzante de las costillas casi lo desmaya. Las vías. Una luz intensa. La insistente bocina. El tren…

FIN

viernes, 26 de mayo de 2017

Como que me llamo Juan (3)

Al día siguiente se levantó de un salto. Se calzo el uniforme azul y sin más, salió rumbo a la oficina. Serio. Seguro. Fue directo a ver al gerente de cargas. No había llegado. Esperó. Al verlo llegar, se precipito al frente como jugador de rugby. Tropezó. Se tambaleo. Lo agarró del brazo y con su voz ronca y ahogada le dijo que, por favor, le devolviera el sobre, que él se iba a encargar de entregarlo. ¿Averiguaste la dirección?, le pregunto. No. Pero la iba a averiguar. Como que se llamaba Juan.
Por varios días salió sin desayunar, repartió su carga lo más rápido que pudo y dedicó largas horas a buscar en la guía el nombre que aparecía como remitente. Múltiples combinaciones del mismo nombre. Varias direcciones. Las visitó todas. Vagabunda alma en pena. Maldita suerte.
Al cuarto día la desesperación lo había absorbido por completo. Barba crecida. Ojeras. Masticaba chicles sin parar. Histérico. Nunca había fumado. Nunca había probado alcohol. Mascaba hasta deshacer el chicle. Enrojecidas las mejillas. Adolorida la mandíbula. Ojos rojos. Hambre. Sed. Quedaban solo algunos retazos de Juan. De lo que había sido Juan. Esa noche soñó que se perdía en un bosque brumoso. Neblina espesa. Árboles gigantes. Veía una luz. La seguía. Le gritaba. Desaparecía. No podía dejar el sobre sin entregar. Nunca lo había hecho. No solo eso. Había algo especialmente molesto en este sobre particular. Poderoso y singular. Debía ser el quien lo entregara. Lo sabía. Nadie más.

En la oficina se preguntaban cuanto más iba a estar dándole vueltas a este asunto. Cualquiera de ellos hubiera devuelto el sobre o lo hubiera desechado. El no. Corrían las apuestas. Que se volvía loco. Que se infartaba. Que terminaba bajo un auto. Ningún pronóstico lo tenía como vencedor. Todos como vencido.

Continuara...

jueves, 25 de mayo de 2017

Como que me llamo Juan (2)

Terminado el colegio secundario ingreso a trabajar en el servicio postal, llevado por un viejo amigo de su padre. A fuerza de largos silencios y raras costumbres se había ganado los más variados y originales apodos, ninguno que le importara. Jamás gusto de participar en ninguna actividad extracurricular que ofreciera la empresa. Nunca aceptaba invitaciones. No se podía decir que fuera maleducado o antipático, era Juan.
Después de comerse el modesto sándwich de queso, medito unos minutos sobre el recorrido que aun debía completar. No le faltaban muchas entregas. Calculaba terminar antes del horario estimado y tendría tiempo suficiente para pasar por la tienda de mascotas a comprar alpiste antes de que cierren. Luego iría a casa, daría de comer a las aves y se sentaría a tomar unos mates frente a la radio, siempre encendida.
Dejo para el final la entrega de la dirección que creía más cercana a la tienda. Recorrió la calle de punta a punta, por ambas veredas. Reviso el sobre varias veces, y también la lista. La numeración indicada en el remito no existía. 353. Se le erizo la piel. Nunca jamás había perdido una entrega. Nunca había perdido una casa. Pregunto a algunos vecinos, ninguno que lo ayudara. Casa tras casa. Arboles. Bicicletas atadas. Buzones en forma de trenes. Enanos de jardín. Chusmas.

Dio varias vueltas a la manzana. No quería volver a la oficina con el sobre en mano, pero habiendo agotado todas sus opciones, no le quedó más remedio. Entro muy serio. Fue directo al sector de carga. Pidió de hablar con el gerente. No estaba. Esperó. Le avisaron que ese día ya no volvería. Sintió nauseas. Se fue confundido, mirando al piso. No alimento a las aves. No prendió la radio. No ceno. Por primera vez en diez años había devuelto una entrega. La idea lo obsesionó. No durmió.

Continuara...

miércoles, 24 de mayo de 2017

Como que me llamo Juan (I)

Como todos los días, Juan se levantó a las 6 de la mañana. Se preparó unos mates amargos. Comió unas galletitas de agua. Contemplo su rostro en el espejito del modesto baño, azulejos ocre oscuro, sopesando nuevas arrugas. Peino su oscuro bigote salpicado por algunas canas y acomodo a la gomina su corte estilo marcial. No podía decirse que fuese un tipo feo, sí que los años no lo habían tratado bien. Se puso el uniforme azul gastado. Le abrió una lata de comida a su perro Virgilio y salió a la calle. Camino las 3 cuadras de siempre, hasta la parada del colectivo. Saludo al chofer. Se sentó adelante. Se puso los auriculares y sintonizo la radio am. Aquel aparato paralelepípedo era casi siempre su única conexión con el mundo exterior. El viaje duro su  media hora habitual. Ya en la oficina postal, amplia, amarillenta, mohosa, busco su bolso y su lista de trabajo.
Durante 10 años, Juan había sido cartero. “Trabajador postal”, decía. Hacia su trabajo con decente austeridad. Sin importar lo que pasara, siempre despachaba todas las cartas. Había sido empleado del mes, varias veces. Nunca perdió  una sola entrega. Su bolso y su lista encajaban a continuación de sus brazos, espeluznante combinación de piel y plástico, de manera cuasi congénita.
Salió del edificio con sigilo y se dispuso a recorrer las 30 manzanas que forman su recorrido, pasando por un tranquilo barrio de casas bajas, un colegio y un par de edificios públicos. Camino a paso firme, sin detenerse a charlar con nadie. Nunca charlaba. Una sombra. Espectral. Para el medio día ya había repartido dos tercios de su carga. Se detuvo en una plaza. Saco de su mochila un sándwich de queso y una botella de agua. Se dispuso a almorzar sentado en un banco alejado, bajo un árbol. Comió en silencio. El bullicio de la plaza en plena tarde lo envolvía, sin tocarlo. Los chicos del colegio cercano corrían, saltaban y gritaban a su alrededor. Las mujeres charlaban y reían. Los oficinistas comían apresurados sus almuerzos mientras hablaban por teléfono. Todo aquello, en una dimensión que no era la de Juan. Siempre al margen. En un punto y aparte.

Cuando no estaba cumpliendo con su trabajo, gustaba pasar todo su tiempo en casa. Virgilio mantenía siempre a una distancia decorosa. Tenía además algunas gallinas que cuidaba con recelo, un canario y unos cuantos rosales. Había vivido siempre en la misma casa, dormido siempre en la misma cama. Cuando su padre murió, repentinamente, a causa de una enorme espina de pescado mal ubicada en su garganta, su madre se mudó con la tía Elena, al otro lado de la ciudad. En ese entonces, Juan residía en los claustros de un estricto liceo militar. Ella no deseaba esperar sola en aquella fría casa hasta que se graduara. Para cuando regreso, solo estaban el perro, las gallinas, el canario y las rosas. La casa perduro intacta, igual que Juan. Atemporal.

Continuara...

domingo, 21 de mayo de 2017

Charol y cachemir (2)

Al incorporarse y salir definitivamente del vehículo, dejo ver su silueta de mujer cubierta en abrigo de cachemir y gafas de sol. Era de noche y estaba oscuro, pero llevaba lentes de sol.
Inmóvil, fantasmal, magnifica. La misteriosa fémina se quedo allí parada en mi esquina. No se cuanto tiempo paso, pero para mi fue una eternidad. No se movía. La densa bruma le tapaba los tobillos enfundados en charol.
Al cabo de unos minutos volvió a entrar en el auto, encendió las luces cegadoras y acelerando, irreverente, se marcho, haciendo chillar al pavimento.
La bruma espesa se disperso a su paso, como dándole espacio a la huida. Era tarde y estaba oscuro. No parpadee. Al rato sentí caer por entre mis dedos el helado liquido. Ya no lo quería, estaba congelada y sudaba frió. Volví a subir las escaleras y entre a casa. Cerre con llave. Sentía latir el corazón en la garganta. Hacia calor pero ella llevaba abrigo de cachemir. El pavimento chillo, tan fuerte, tan hondo. El semáforo en amarillo. Los faroles cegadores de luz tan blanca. De repente, sin razón, sentí que caía al vacío. Caía violentamente al vacío, pero justo antes de estrellarme y repartir mi existencia en mil pedazos, simplemente desperté. Sudaba frió. Era tarde y estaba oscuro.

FIN

jueves, 18 de mayo de 2017

Charol y cachemir (1)

Era tarde. Lo se. Era tarde y estaba oscuro. Tormentoso. Tempestuoso. Era tarde pero quería salir. Habia estado encerrada tantas horas, torturada por mi escasa concentración que solo pensaba en bajar las escaleras que me separan de la calle. Bajar, atravesar el umbral y salir. Cruzar la bicisenda, luego la calle y llegar a la otra esquina. A la heladería. Sentarme en el banco de la entrada y comer mi helado con total parsimonia. Pensar en nada. Y eso hice. Por lo menos al principio. Pedí mi vacito de chocolate amargo y me senté afuera en la vereda, dispuesta a no pensar.
En eso estaba cuando, desde el fondo de mi conciencia, asomó un atisbo de lucidez y me percate de que el semáforo parpadeaba insistente en amarillo. Latía. Gritaba. Palpitaba en amarillo. 
Habia estado encerrada muchas horas. Eso ya lo dije. Pero el semáforo latía en amarillo. Mire alrededor. Era mi esquina, la de siempre. La intersección de mis dos calles. Mi casa. Mi cuadra. Y estaba claro que algo andaba mal. Algo no estaba en su lugar. Mire con mas atención. Era tarde y estaba oscuro. Tormentoso. Una espesa bruma flotaba sobre el asfalto dándole al ambiente mayor tortuosidad. El semáforo insistía en palpitar. La esquina estaba desierta. Quizas por la hora. Era tarde y estaba oscuro. Me encandilaron los faroles blancos de un auto, arrancándome violentos de mi ensoniacion. Se acercaba desde lejos. Lento. Avanzaba hacia mi en linea recta, rodando sobre la bicisenda con toda comodidad. Al llegar a la esquina, freno de golpe, haciendo chillar al pavimento. El agudo sonido me erizo la piel. Me congelo. Yo comía. Mordía. Tragaba. Tosía. Escalofríos. El chillido del asfalto. El semáforo en constante amarillo. La espesa bruma. Las luces incandescentes del auto parado ahora frente a mi. 
La puerta del conductor se abrió y por un momento imagine bajar un hombre enorme de traje negro portando una colosal ametralladora con silenciador. Pero no, claro. Era tarde y estaba oscuro. En su lugar, asomaron unas delicadas piernas, enfundadas en tacones de charol.

Continuara...

miércoles, 17 de mayo de 2017

Aquel que es mi lugar

La oscuridad resulta tremendamente majestuosa, si lo piensan. Secreta, silenciosa, discreta y suave. Muy suave y fría. Deslizarse rápidamente en ella, salir a la superficie y volver a caer, profundamente, en el recinto anterior. Gota a gota. Plaf, Plaf, glup, glup. Ondas alejándose del centro, alargadas, perdidas. Yo voy y vengo. Siempre vuelvo al mismo lugar, pero nunca vuelvo solo, nunca vuelvo igual que cuando me fui. No regreso, sino que vengo,
Conmigo viajan otros y otras. Gotas libres como yo. Aunque yo no me siento libre, no señor.
Yo le pertenezco al suave tacto de una mano, al caluroso rubor de un rostro, al delicado rose de un cuerpo.
Cada día todo vuelve a comenzar. Se gira el artefacto metálico circular, brillante y gélido. Se abren las compuertas, suenan las alarmas. Miles y miles de nosotros nos apresuramos para viajar. Miles, más que miles.
Alborotados y energéticos, emocionados. Seremos libres, una vez más.
Apretadamente juntos, recorremos las enormes distancias que nos separan de nuestro destino. Túneles oscuros y fríos, pero suaves. Suaves porque nos deslizan hacia a superficie, Allí donde quiero estar.
Yo viajo hacia arriba, arriba y a la derecha, directo a la salida del tocador.
Aguardo ansioso el momento de volver a tocar ese rostro, suave y cálido rostro. Sus mejillas, su nariz, su frente y su boca.
Mi señora enjuaga su adorable rostro en mí y yo le pertenezco. Gota a gota, plaf, plaf. Si fuera capaz de perpetuar, de alguna mágica forma, este momento, y aunque tuviera que dejar de ser gota, y aunque tuviera que dejar mi viaje y mi oscuridad, nada sería demasiado solo por permanecer posado en aquel rostro, el rostro de mi amada.
Luego, finalizado el ansiado ritual, caigo muy hondo, profundamente, hacia mi propia noche, que es mi lugar, mi fondo, a donde voy sin regresar, porque no soy el mismo que partió.
Y allí, en ese fondo que es mi lugar, aguardo.

Luego todo vuelve a comenzar.

En el comienzo

Cuando tenia 12 años vi una película en la que un delfín le salvaba la vida a una nena y luego moría. No recuerdo el nombre ni la trama completa. En mi mente infante solo perduro esa imagen, parte película, parte construcción mental inconsciente. Al otro día escribí un poema sobre el sueño que esa imagen me había regalado. Recuerdo perfectamente pensar que era un texto malo, feo, difícil de entender. Recuerdo también a mis padres, sentados juntos en el borde de la cama grande, leyéndolo. Otra imagen que quedo impactada en mi memoria como calcomania de paragolpes. Ellos. El papel manuscrito. Sus caras de asombro. La sonrisa de papa.

Ese fue el primer día del resto de mi vida. Mi vida en letras.
Rodando sobre un camino empedrado y sinuoso, voy intentando textos. Intentando como se intenta un baile, una melodía. Ritmos, combinaciones, estilos. Porque cuando uno siente que tiene algo para decir, necesita compartirlo. Contarlo. 

Sin mas preámbulos, la idea de este blog que acaba de nacer es esa, compartir narrando. Leernos. Debatir. Aprender. Y sobre todo conectar. 

Porque comunicar es un arte, y mas aun si se comunica narrando.

Nos estamos leyendo!
Fulanita