Al
día siguiente se levantó de un salto. Se calzo el uniforme azul y sin más,
salió rumbo a la oficina. Serio. Seguro. Fue directo a ver al gerente de
cargas. No había llegado. Esperó. Al verlo llegar, se precipito al frente como
jugador de rugby. Tropezó. Se tambaleo. Lo agarró del brazo y con su voz ronca
y ahogada le dijo que, por favor, le devolviera el sobre, que él se iba a encargar
de entregarlo. ¿Averiguaste la dirección?, le pregunto. No. Pero la iba a
averiguar. Como que se llamaba Juan.
Por
varios días salió sin desayunar, repartió su carga lo más rápido que pudo y
dedicó largas horas a buscar en la guía el nombre que aparecía como remitente. Múltiples
combinaciones del mismo nombre. Varias direcciones. Las visitó todas. Vagabunda
alma en pena. Maldita suerte.
Al
cuarto día la desesperación lo había absorbido por completo. Barba crecida. Ojeras.
Masticaba chicles sin parar. Histérico. Nunca había fumado. Nunca había probado
alcohol. Mascaba hasta deshacer el chicle. Enrojecidas las mejillas. Adolorida
la mandíbula. Ojos rojos. Hambre. Sed. Quedaban solo algunos retazos de Juan.
De lo que había sido Juan. Esa noche soñó que se perdía en un bosque brumoso. Neblina
espesa. Árboles gigantes. Veía una luz. La seguía. Le gritaba. Desaparecía. No
podía dejar el sobre sin entregar. Nunca lo había hecho. No solo eso. Había
algo especialmente molesto en este sobre particular. Poderoso y singular. Debía
ser el quien lo entregara. Lo sabía. Nadie más.
En
la oficina se preguntaban cuanto más iba a estar dándole vueltas a este asunto.
Cualquiera de ellos hubiera devuelto el sobre o lo hubiera desechado. El no.
Corrían las apuestas. Que se volvía loco. Que se infartaba. Que terminaba bajo
un auto. Ningún pronóstico lo tenía como vencedor. Todos como vencido.
Continuara...
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ExpressAte sin aluciones político-religiosas malintencionadas. Gracias!