Terminado
el colegio secundario ingreso a trabajar en el servicio postal, llevado por un
viejo amigo de su padre. A fuerza de largos silencios y raras costumbres se
había ganado los más variados y originales apodos, ninguno que le importara. Jamás
gusto de participar en ninguna actividad extracurricular que ofreciera la empresa.
Nunca aceptaba invitaciones. No se podía decir que fuera maleducado o antipático,
era Juan.
Después
de comerse el modesto sándwich de queso, medito unos minutos sobre el recorrido
que aun debía completar. No le faltaban muchas entregas. Calculaba terminar
antes del horario estimado y tendría tiempo suficiente para pasar por la tienda
de mascotas a comprar alpiste antes de que cierren. Luego iría a casa, daría de
comer a las aves y se sentaría a tomar unos mates frente a la radio, siempre
encendida.
Dejo
para el final la entrega de la dirección que creía más cercana a la tienda.
Recorrió la calle de punta a punta, por ambas veredas. Reviso el sobre varias
veces, y también la lista. La numeración indicada en el remito no existía. 353.
Se le erizo la piel. Nunca jamás había perdido una entrega. Nunca había perdido
una casa. Pregunto a algunos vecinos, ninguno que lo ayudara. Casa tras casa.
Arboles. Bicicletas atadas. Buzones en forma de trenes. Enanos de jardín.
Chusmas.
Dio
varias vueltas a la manzana. No quería volver a la oficina con el sobre en
mano, pero habiendo agotado todas sus opciones, no le quedó más remedio. Entro
muy serio. Fue directo al sector de carga. Pidió de hablar con el gerente. No
estaba. Esperó. Le avisaron que ese día ya no volvería. Sintió nauseas. Se fue
confundido, mirando al piso. No alimento a las aves. No prendió la radio. No
ceno. Por primera vez en diez años había devuelto una entrega. La idea lo
obsesionó. No durmió.
Continuara...
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