jueves, 10 de enero de 2019

Mudanza

Con mucha felicidad nos hemos mudado al sitio: www.escriarte.com
Allí esperamos seguir creciendo y uniendo arte con palabras.
Gracias mil por seguirnos.

domingo, 6 de enero de 2019

Los papelitos

El futuro no existe. Sobre todo cuando se vuelve presente. Mucho menos cuando es pasado.
Siempre pensamos que teníamos todo el tiempo del mundo. El reloj era nuestro. Nos pertenecía.
Vivíamos sin preocuparnos por el-más-tarde. O sin pensar en lo que le estábamos haciendo. 
Nadie pensó en los papelitos. En los arboles que ya no estaban. En el suelo impermeable.
Por supuesto subestimamos la primer tormenta. Y la segunda. Nos maravillábamos con los rayos cayendo en las plazas. Comentábamos la vibración de los truenos. Eramos ingenuos. 
Las gotas caían y nosotros jugábamos a los valientes cruzando calles que se volvían ríos. 
Para la tercer tormenta algunos empezaron a incomodarse. La ropa no se secaba. Los parques eran charcos de barro inútiles donde los chicos ya no podían perder el tiempo y los padres, hallar algo de paz. Las bocacalles expulsaban el agua en vez de tragársela. Inútiles, como nosotros. 
La cuarta tormenta fue la peor. Días y noches enteros de agua helada, estallidos, luces blancas que atravesaban la noche y se filtraban por entre las persianas. 
El cielo se había roto. Lo quebramos con nuestra incapacidad de pensar el futuro en términos de pasado. En términos, como algo que se acaba y ya no se recupera jamás. 
Después de la cuarta vino la eterna. La última gran tormenta. La que aún sigue bañándonos por fuera y por dentro. Porque ya es parte de la vida diaria. El sol no existe. Tampoco los meteorólogos. Dejaron de informar el clima cuando el clima dejo de cambiar. Nada cambia. Porque el futuro es el pasado y a nosotros nos golpeó el tiempo.
Ahora la lluvia es todo lo que hay. Nosotros la llamamos y acá está.
Y pensar que nadie, absolutamente nadie pensó en los papelitos. 

domingo, 30 de diciembre de 2018

Música por todos lados


Frenó en la banquina. Se sacó el cinturón.
La violencia de la tormenta era seductora. Magnética.
Música por todos lados. Sonidos explosivos.
Lluvia. Ráfagas de viento. Los arboles convulsionando.
María y Pablo besándose en la parte de atrás.
Clara se miró las manos, apoyadas con sorna en el volante.
Manchas negras. La sombra de las gotas que impactaban en el parabrisas. 
En la cara, en el cuello, en el pecho.
Nacho dormía su puesto de copiloto.
Nadie prestaba atención.
La violencia de la tormenta era seductora. Magnética.
Música por todos lados. Sonidos.
Se sacó el cinturón.
Ahí adentro era seguro pero a Clara lo seguro la agrietaba. 
Como tacitas de porcelana cuarteadas de tanto reposo. 
Lluvia. Ráfagas de viento. Los arboles convulsionando.
Salió del habitáculo. Descalza.
Se acostó en el capot. Empapada. Congelada.
Nadie prestaba atención. 


domingo, 23 de diciembre de 2018

Mal de ojo


Te paras frente al espejo, con el alma desnuda, con la seguridad de que nadie te ve. Porque la visibilidad es riesgosa. Lo que los otros hacen con lo que ven es peligroso. O no. Aunque arriesgarse implique un esfuerzo difícil de aceptar. Pero el espejo es seguro, confiable, sincero. Y te miras a los ojos como miras a los extraños. Evaluando, midiendo, prestando especial atención a las pupilas que se dilatan expectantes, preparadas para la huida, percibiendo a la vez su condición de observadas. Te miras con la sensación de no haberte visto nunca. Con la excitación del descubrimiento, del amanecer. Te moves, de costado, de espaldas, girando la cabeza, haciendo gestos. Y se te escapa una sonrisa, pícara. Y se te escapan dos. De alguna forma te simpatiza el extraño que te devuelve la mirada. Las arruguitas que descubrís al costado de los ojos, que no estaban pero que parecen agregadas a propósito, como adorno. Un surco apenas más profundo aparece en el entrecejo, solo cuando los ojos se ponen serios, y ese gesto, por reflejo, te manda a dar un paso atrás. Por suerte las pupilas se suavizan y una tercer sonrisa, algo cadenciosa y amortiguada, te relaja. El descubrimiento es embriagador y pasas varios minutos más de pie frente al espejo. Ambas figuras se mueven y se siguen y se muestran…y se sienten. Al cabo de un rato, un impulso primitivo, diría infantil, te mueve a levantar una mano. Ahí, en el aire, un permiso implícito aguarda respuesta. Las arruguitas de los ojos se contraen y entonces acercas la palma al espejo, al lugar exacto donde otra palma descansa abierta. El calor empaña el reflejo.
-La mayoría de la gente no sabe cuánto necesita una caricia, hasta que se la hacen-


domingo, 16 de diciembre de 2018

Reflexiones en un tren

El vagón se mueve y ese traqueteo me acuna. No pienso en nada salvo en lo bien que me viene este aire que se filtra llevándose por delante la ventanilla, tan cargado de olores que son ajenos a la ciudad. Aromas que quedan por fuera del sistema porque no han sido capitalizados ni encerrados en botellas y vendidos en comercios naturistas. Aromas que son producto del sol hirviendo sin piedad las hojas de una inmensa arboleda y mezclando esa infusión con la tierra que vuela y se lleva a su paso todo lo que ande suelto o mal amarrado.
El pasto amarillo es el quemado. El verde que queda de pie parece mirarlo de reojo y mostrarle un gesto burlón. La llanura es tan chata e inmensa que, si no se supiera lo contrario, se diría que es todo lo que existe.
Me estrello contra la realidad, desprendida por siempre de mi pacífica ensoñación cuando aparece el boletero (¿aún los hay?). Le consiento examinar mi pasaje y recién ahí advierto que hay policías entre nosotros. El tren va custodiado, váyase a saber porque. La falacia de que en el campo no hay inseguridad se diluye y desaparece. 
Muy a pesar de quienes la interrumpimos, a ambos lados continua la llanura, impresionantemente plana.

domingo, 9 de diciembre de 2018

La izquierda optó por la anarquía


"La ausencia del otro me mantiene la cabeza bajo el agua; poco a poco me ahogo, mi aire se rarifica. En esta asfixia reconstruyo mi verdad y preparo lo intratable del amor" Roland Barthles



Empece a marearme un poco antes de lo previsto. Consistía en una sensación leve, algo así como un hormigueo que arrancaba en las plantas de los pies y emprendía un ascenso penoso hasta mis rodillas. Pensé en sentarme un momento pero la verdad es que no tenía mucho sentido. El aire llevaba un olor extraño, pesado, amparado en el efecto erosivo de las partículas que mantenía a flote. El suelo había dejado de ser real minutos antes de empezar a sentir la humedad que me rodeaba y me empujaba la piel hacia adentro. 
Mi mano derecha había quedado abrazada al picaporte de bronce falso, asquerosamente lustrado, frío, absorbiendo, por partes, la sensación pegajosa que le transmitía. La izquierda optó por la anarquía: soltó la bolsa de los mandados y se quedó temblando junto a mi pantalón, simulando apenas un poquito de dignidad. 
Como si fuera producto de un poderoso veneno, el hormigueo continuó en ascenso. De las rodillas, ya debilitadas, naturalmente chuecas y torpes, fue migrando al resto de las piernas, hasta las caderas, hasta colmarme por completo el vientre y hacer que deseara haberme sentado. Por instinto quizás, o por misticismo, solté el picaporte y me abracé el estómago con ambas manos, protegiéndome de algo que tenía la delicadeza de no existir.
Aún faltaban horas para el anochecer pero el cuarto se había oscurecido, mostrándose atravesado por lineas blanquísimas de luz polvorienta que, en conjunto, formaban un delicado encaje de tela de araña. Recuerdo haber pensado que debía ser una araña ponzoñosa, porque el hormigueo persistía en su escalada y ya podía sentirlo oprimirme el pecho y la garganta. Los oídos, repletos de insectos hiperactivos. La lengua, empapada de arena. Los ojos inútiles, veían sin mirar. 
Entonces, y sobre todo porque entendí que no quedaba otra opción más que estrellarse la cabeza contra el suelo, me propuse rearmar el mundo anterior a tu existencia. Esto, claro, cuando lograra despertar. Acto seguido, consentí desmayarme, en cámara lenta, con la elegancia de un funeral. 
Vos te fuiste y ese fue tu gran acto de amor. 

domingo, 2 de diciembre de 2018

Todo entre nada

Tomados de la mano y apretando con fuerza, uno contra el otro, corrían a todo pulmón. Pasos sólidos, estocadas enérgicas, saltos de campeonato. Corrían y miraban por encima del hombro, hacia atrás y al frente. Se abrían paso a los codazos limpios. Empujones que intentaban mover una multitud empecinada en llevar la dirección contraria. 
Juntos, formando una estructura fuertísima, dejándose los dedos pálidos, corrían esquivando gente apelmazada, grupos de grumos vivientes que empuñaban violencia en ojos y escudos. 
Caía una lluvia agria, alquitranada. La ciudad se había teñido del color del acero y los bloques de gente daban la impresión de formar torres horizontales, ciegas y toscas columnas de ejércitos diversos que iban ganando terreno hacia el centro mismo de la plaza mayor. No había calle que no estuviera repleta de soldados mudos, uniformes. 
Ellos, juntos, aún sin soltarse, probaban caminos alternativos, callejuelas perdidas, túneles subterráneos. Intentaron cruzar por dentro de galerías y playas de estacionamiento. A donde fueran, ahí estaban los discípulos de dioses ausentes, reuniéndose para el acto de sacrificio. La lluvia no cesaba y bajo el cortinado empetrolado, amasijo de smoke y sudor, marchaban autómatas. Se oían gritos, cánticos huérfanos que se perdían en el viento. 
A ellos los dedos pálidos ya les dolían pero no se soltaron. Siguieron avanzando con la misma fuerza de pelotón que ostentaban los contrarios. 
Por fin, al final de un callejón empedrado y resbaloso, distinguieron, iluminada por un único haz de luz polvorosa y casi anaranjada, la salida que estaban buscando. 
Parados ya en el portal, empujaron juntos la hoja de vidrio oscurecido y se colaron lo más rápido posible al interior seco, cálido y silencioso. Atravesaron con pasos suaves y gentiles el hall de entrada y con un par de sonrisas de película se metieron en la sala de la planta baja. Todo estaba en ligera penumbra salvo por un parpadeo blanco que formaba el camino por el que ahora ellos flotaban. 
Llegaron hasta el fondo y con cuidado ocuparon dos butacas de pana roja. Se acurrucaron, tiritando por el frío y la humedad de sus ropas. Se hicieron chiquitos y, todabia agarrados de la mano, disfrutaron el silencio ingrávido, la paz perfumada de soledad.
Sonrieron en secreto. En medio de tanta nada, podían serlo todo.