domingo, 30 de septiembre de 2018

Tocar el fuego sin quemarse

Sabia que debía moverse pero no lo intentó. Aún cuando sentía las extremidades ya dormidas, heladas, con esa sensación de extrañeza, de otredad. Tampoco él quería moverse. La noche era ya un dejo de color naranja furioso en el horizonte y el rocío había humedecido sus caras y sus ropas. Olían a charla eterna, a descubrimiento y a esperanza. Los ojos rojos de evitar pestañear, captando cada instante, cada gesto. 
Verónica le contó a Ricardo por que había llegado tarde a aquella cita en el bar de Medrano. Le explicó su problema con el tiempo y con las convenciones. Ricardo hizo de cuenta que no le importaba, mientras intentaba ocultar una sonrisa de alivio y de amor. Fingió entender con sentido interés. Penso que podría, tranquilamente, esperarla por siempre en cada bar de cada esquina. Ella tenía las manos quietas reposadas en la falda y él se las abrigaba cada tanto con las suyas, como quien intenta tocar el fuego sin quemarse.
Durante lo que seguramente fueron horas, cuando la noche reptaba abatida, perseguida por el amanecer, Verónica habló. Miraba al frente, seria, por momentos levitando en su propia ensoniacion. Ricardo resultó un buen oyente, de esos con capacidad de escucha activa y de opiniones amables. La miraba con asombro, con ojos de haber descubierto un pajarito exótico, sintiendo el privilegio de verlo volar a su alrededor, con el miedo inconsciente de asustarlo. Cuando ella calló, fue su turno de hacer piruetas en el aire, de mostrar su plumaje tornasolado y brillar. Era una danza hermosa y complicada, mezclada con la extraña sensación de haberse conocido desde siempre. 
Al fin, cuando ya no quedaban más palabras que retengan a la luna, él la besó.
Por primera vez en toda la noche, Verónica dejó de temblar.


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Anteriormente, en esta historia:


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domingo, 23 de septiembre de 2018

Con toda intención

La luz amarillenta y opaca de los faroles apenas iluminaba la noche. Verónica deambulaba sola como siempre había estado, como le era habitual. Intercalaba pasos en linea recta sobre la gravilla anaranjada del camino que serpenteaba entre los arbustos. Estiraba la mano y rozaba las hojas a su paso, acariciándolas con ternura, inhalando bocanadas de aroma a pasto y humedad. A tierra mojada. Había estado lloviendo y los pies se hundían en el terreno inestable, que aún así le proporcionaba cierta seguridad. Verónica no advertía la soledad como lo haríamos cualquiera de nosotros. La noche, el silencio y la quietud eran parte de su esencia. Su ante verso y su reverso. Y en medio, un remolino polimorfo de luces y música se concentraba a presión, organizando materia y energía, previendo la gran explosión. 
Caminaba distraída, inventando cada tanto un giro, un saltito al compás de una melodía privada que  sólo ella escuchaba. Atravesó el parque y al fin se sentó al borde de una fuente en forma de luna menguante (o creciente). No pudo contenerse y sumergió los pies embarrados en el agua que yacía expectante, cristalina, imperturbable hasta que las ondas se expandieron. Fresca, tranquila y sonriente. Así la encontró Ricardo, no de casualidad sino con la premeditada intención de provocar el encuentro. Avanzó en silencio, se sentó a su lado, el con los pies en el pasto. La miró con la cantidad justa de necesidad acumulada tras los párpados. La neblina se asentó a su alrededor envolviéndolos y escondiéndolos del resto del mundo. Ella aparto la vista pero él la recupero con suavidad, acariciándole la cara en el proceso. Atrapada entre sus manos, no tuvo más remedio que internarse en la profundidad cristalina de sus ojos. Él la dejó que hiciera. Y ella hizo. Porque de este lado de la luna, todo es y todo sera según tenga que ser. 

domingo, 16 de septiembre de 2018

El lugar del tiempo

La boca seca le ardía y ya no sentía el paladar. Toda la escena se volvió, de repente, borrosa. Desenfocada. Sacada de contexto o de universo. No sabía exactamente donde estaba aunque la presión constante que pulsaba entre sus ojos le adelantó que no era un buen lugar. Seguramente el brillo inexplicable que entraba a borbotones por entre las tablitas de la persiana lo desoriento. Creía estar aún al abrigo de la noche. No recordaba tal paso de tiempo. El día lo desgarro, perdiendo todo intento de equilibrio. Se restregó los ojos con los puños cerrados, con fuerza, casi con odio. Intentó tragar, aunque no pudiera, en ese momento, juntar la cantidad de saliva mínima necesaria para movilizar la garganta. Parpadear, varias veces, hasta adaptarse a la nueva luz.
Por fin pudo reconocer, no sin antes dudar, que el cuarto en el que había despertado no era el suyo. Los repentinos ruidos de una ciudad que emergía desde la profundidad del exterior lo confundió más. La cuestión del espacio, sumado al cambio incomprobable de tiempo eran cosas que, juntas, no podía manejar. Intentó incorporarse y ese cambio abrupto de presión le implosiono el cráneo y el rostro. Debió sentarse, esconderse entre sus rodillas, liberar algunas lágrimas descompresivas y luego, por causas desconocidas, estallar en una risa histérica, aguda, de una locura multicolor, potencialmente sofocante, hasta quedarse sin aire. Acto seguido, se desmayó.
Lo mejor, en estos casos, es dejar que el tiempo tome su lugar.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Jorge Asís y un chicle celeste

Los anteojos me pesan a ésta hora del día pero sin ellos la vista se nubla, los ojos se sienten tirantes, las luces y las lineas de texto se alargan como sombras de luna llena en una noche de claridad espantosa. Un libro de Jorge Asís y un Bobaloo celeste flotan a mi derecha. No llego a leer el titulo y no intento conocer el rostro del lector. 
Suena la chicharra que anuncia la apertura de puertas. La multitud asoma desordenada, por partes.  Me rodea y me gana en altura. De pronto me sambuyo en un mar de brazos, piernas y bolsos. A pesar del bochorno, se que pronto podré salir. 
Al pie de la escalera que sube sola espera un hombre con sombrero de copa blanca. Por la expresión de su cara advierto que hay algo que no llega. No puedo evitar pensar que quizás eso que aguarda esté en el tren vacío y apagado que vi alejarse mientras subía.
Por quedarme mirándolo pierdo la combinación del próximo tren. No importa. Me siento en el suelo del andén y aprovecho a escribir estas lineas en una servilleta que lleva la estampa de un bar al que no recuerdo haber ido y que de alguna forma apareció en mi bolsillo. "Habrá que apagar otro cigarrillo y aguantar para apostar", escucho que dicen desde adentro de mis auriculares. Pienso en como ponerme de pie, pronto, antes que se me vaya otro tren. 

domingo, 2 de septiembre de 2018

Como cenizas que nos rodean


Un café y un beso largo. Una canción de despedida. Silbarle bajito al viento y pedirle explicaciones a la vida. Exigir hechizos benévolos que borren lágrimas perdidas. Robarle minutos al amanecer. Inventar juntos superhéroes y superheroínas. Creer que el amor comienza en el último escalón de tu escalera. En la última mueca de tu sonrisa. En el primer suspiro del día. Despertar abrazada a tus pestañas e inventarme un camino de ida, mano única al infierno de tus caricias. Y así, perseguir el sol eterno que me muestre tus deseos, mientras el ambiente se llene de risas ausentes, como cenizas que nos rodean al caer.