Sabia que debía moverse pero no lo intentó. Aún cuando sentía las extremidades ya dormidas, heladas, con esa sensación de extrañeza, de otredad. Tampoco él quería moverse. La noche era ya un dejo de color naranja furioso en el horizonte y el rocío había humedecido sus caras y sus ropas. Olían a charla eterna, a descubrimiento y a esperanza. Los ojos rojos de evitar pestañear, captando cada instante, cada gesto.
Verónica le contó a Ricardo por que había llegado tarde a aquella cita en el bar de Medrano. Le explicó su problema con el tiempo y con las convenciones. Ricardo hizo de cuenta que no le importaba, mientras intentaba ocultar una sonrisa de alivio y de amor. Fingió entender con sentido interés. Penso que podría, tranquilamente, esperarla por siempre en cada bar de cada esquina. Ella tenía las manos quietas reposadas en la falda y él se las abrigaba cada tanto con las suyas, como quien intenta tocar el fuego sin quemarse.
Durante lo que seguramente fueron horas, cuando la noche reptaba abatida, perseguida por el amanecer, Verónica habló. Miraba al frente, seria, por momentos levitando en su propia ensoniacion. Ricardo resultó un buen oyente, de esos con capacidad de escucha activa y de opiniones amables. La miraba con asombro, con ojos de haber descubierto un pajarito exótico, sintiendo el privilegio de verlo volar a su alrededor, con el miedo inconsciente de asustarlo. Cuando ella calló, fue su turno de hacer piruetas en el aire, de mostrar su plumaje tornasolado y brillar. Era una danza hermosa y complicada, mezclada con la extraña sensación de haberse conocido desde siempre.
Al fin, cuando ya no quedaban más palabras que retengan a la luna, él la besó.
Por primera vez en toda la noche, Verónica dejó de temblar.
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