La luz amarillenta y opaca de los faroles apenas iluminaba la noche. Verónica deambulaba sola como siempre había estado, como le era habitual. Intercalaba pasos en linea recta sobre la gravilla anaranjada del camino que serpenteaba entre los arbustos. Estiraba la mano y rozaba las hojas a su paso, acariciándolas con ternura, inhalando bocanadas de aroma a pasto y humedad. A tierra mojada. Había estado lloviendo y los pies se hundían en el terreno inestable, que aún así le proporcionaba cierta seguridad. Verónica no advertía la soledad como lo haríamos cualquiera de nosotros. La noche, el silencio y la quietud eran parte de su esencia. Su ante verso y su reverso. Y en medio, un remolino polimorfo de luces y música se concentraba a presión, organizando materia y energía, previendo la gran explosión.
Caminaba distraída, inventando cada tanto un giro, un saltito al compás de una melodía privada que sólo ella escuchaba. Atravesó el parque y al fin se sentó al borde de una fuente en forma de luna menguante (o creciente). No pudo contenerse y sumergió los pies embarrados en el agua que yacía expectante, cristalina, imperturbable hasta que las ondas se expandieron. Fresca, tranquila y sonriente. Así la encontró Ricardo, no de casualidad sino con la premeditada intención de provocar el encuentro. Avanzó en silencio, se sentó a su lado, el con los pies en el pasto. La miró con la cantidad justa de necesidad acumulada tras los párpados. La neblina se asentó a su alrededor envolviéndolos y escondiéndolos del resto del mundo. Ella aparto la vista pero él la recupero con suavidad, acariciándole la cara en el proceso. Atrapada entre sus manos, no tuvo más remedio que internarse en la profundidad cristalina de sus ojos. Él la dejó que hiciera. Y ella hizo. Porque de este lado de la luna, todo es y todo sera según tenga que ser.
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ExpressAte sin aluciones político-religiosas malintencionadas. Gracias!