martes, 19 de diciembre de 2017

La herida.

 "Todos fuimos heridos alguna vez, la herida fundamental, y nos pasamos la vida luchando contra ese accidente de la vida que algunos ni siquiera son capaces de reconocer". La Herida - Jorge Fernandez Diaz


Ayer por la mañana desperté cayendo. Caía en un profundo agujero negro, húmedo y destemplado, infinito. Como Alicia, caía cada vez mas hondo a medida que las horas transcurrían. El sol salió, pero no fue capaz de iluminar. La espera se tornaba por momentos opresiva. Pronto me encontré cayendo junto con muchos otros, que atónitos, también caían, expectantes. Pasado el mediodía, para sorpresa de nadie, los soldados de la Reina Roja hicieron acto de presencia con un despliegue de barbaridad en volúmenes históricos. En pleno campo de batalla, el Sombrerero tenia un numero casi simbólico de guardianes del orden, quienes lejos de poder contener la cuasi-guerra civil propuesta por el otro bando, se atuvo a las consecuencias de encontrarse atados de recursos. Todos los que durante la mañana habíamos estado pendientes de la caída eramos ahora testigos oculares de una batalla de proporciones épicas, rehenes del miedo, mudos ante la inacabable voracidad del mayor depredador de todo el reino animal, el mismísimo hombre. 
La tarde transcurrió entre las mismas tintas, dejándonos a todos en claro que los soldados rojos no tenían prisa pero si tenacidad, obedientes de una ideología que los domina por completo y los priva de lo único que nos hace seres humanos, la divina moral. Cierto es que entre el malon también había inocentes manifestantes que lamentablemente quedaron opacados y violentados a fuerza de martillo y molotov. 
La noche encontró al cuadro de situación algo aplacado, aunque latente, amenazante. Así nos dormimos, casi de madrugada, la mayoría de los que aquella mañana caíamos hacia la violación de los derechos civiles que tanto habían trabajado por conseguir nuestros mayores. Y es que la memoria nunca falla, y la Herida del pasado nos acecha hasta en los lugares mas irrisorios. Esa "herida fundamental" que dejamos décadas atrás pero que aún nos pasamos la vida intentando curar...
Quizas sea momento de entender que la guerra de todos contra todos no traerá jamas ningún ganador y que hay que empezar por saber perder, como también hay que saber ganar. Hagamos patria, dejemos la Herida atrás.




domingo, 17 de diciembre de 2017

El ojo del huracan

Carla siempre había visto su vida como un conjunto de imágenes, de momentos recortados a la memoria, elegidos con el propósito único de perdurar. Flashes que de alguna forma habían quedado impactados en su esencia. Como el día en que vio por primera vez a Claudio. Ella estaba ahí de casualidad, por imprevistos del tiempo sumado a las ganas de no volver. Se quedo y espero, entre un grupo abultado de gente. Claudio llego como subido a un tornado. A los gritos, saludando, sonriendo. Apago las luces y se puso al frente. Todos se pararon. Se preparaban. Ella bajo la mirada y la clavo en el piso de madera. Instinto de supervivencia. Se escucharon murmullos de risas. Era invierno. No pudo evitar sonreír. Durante toda la hora, Claudio siguió subido al tornado. O mejor dicho, él era el mismo ojo del huracán. Explotaba de energía, de vida, de pasión. Revotaba de un lado al otro, incansable, imparable, con la soltura de quien hace lo que ama. La sonrisa inicial no había abandonado jamas su boca. Carla intentaba seguir al grupo aunque a duras penas le alcanzaba el aire para absorber todo lo que le pasaba. No recordaba haber conocido jamas a alguien que estallara de esa forma tan luminosa. Ella era una amante de la luz y él era un relámpago estrellando continuamente a su alrededor. Le basto con aquello para tener su  recuerdo impactado en la memoria...y aun no había visto sus ojos.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Parole

En el cielo las estrellas, que brillaban descaradas su plateada existencia. En el campo las espinas, camufladas entre el pasto aguardando atrapar desprevenidas las almas peatonas. En las copas de los arboles, las gordas y emplumadas lechuzas, tan chusmas como siempre, retorcíanse mas y mas para no perder de vista el espectáculo. Hilario y yo paseábamos de la mano. El iba mudo, yo tarareando. El tan descalzo, yo tan ausente. Madre se empeñaba en que yo pasease con Hilario. Como si aquello pudiera despertar algún atisbo de placer. Y es que quizás sea de buena familia pero nadie le había enseñado jamas el fino arte de la charla. Paseamos, entonces, por los campos, entre los arboles de lechuzas y luciérnagas. Seguí tarareando para evitar el tremendo silencio y él pareció disfrutarlo. Nunca pude deducir que debía pensar o sentir pero entonces su mano apretó con mas fuerza la mía, no sin ternura, casi con pasión. Seguí tarareando, esta vez a plena razón, tanteando límites. Hilario sonrió. Era una sonrisa plena, sincera, luminosa. Entonces comprendí que por mas que amase como amaba las palabras y su buen uso, éstas no eran el único medio para comunicarse con otros. Los silencios podían, de alguna forma, resultar provechosos si se los administraba mezclados con tarareos pegajosos e intensas miradas. Con Hilario no hacían falta las palabras. Su mano libre alcanzo mi espalda. Sin anticiparlo, me encontré bailando al son de mi propia melodía. Paso, junto, giro, giro. Tumbados en la hierba con espinas Hilario me explico sin palabras todo lo que era necesario comprender. Un silencio omnipotente nos protegía...

domingo, 3 de diciembre de 2017

Helena, tan roja.

Helaba. Hacia días que no dejaba de llover. El aire, tan frío y húmedo, se convertía fácilmente en vapor mezclado con el calor que apenas mantenían los cuerpos. La ciudad entera, con sus calles de piedra y sus fachadas marmoladas olía a tierra mojada. Los portales anchos de los edificios albergaban peatones empapados que se resguardaban apenas un momento, lo necesario para lograr encender sus cigarrillos haciendo carpa entre la piedra y sus manos. Todo tan gris, y sin embargo, Helena tan roja. Caminaba por el empedrado a paso lento, pisando cada charco que encontraba, ostentando botas de goma, piloto y paraguas. Toda de rojo. Despreocupada se paseaba a sabiendas de que era el único punto de color en el paisaje. Se paseaba, convencida de que al otro lado del puente de madera estaba él. Iría a su encuentro, sí, pero primero sacaría a pasear su carmín por el empedrado. La anticipación le hacia brotar alas en el estomago. Disfrutaba tanto de esa sensación de anhelo que aumentaba exponencialmente con cada paso que daba sobre los anchos tablones del puente. Y ahí estaba, apoyado sobre el pesado barandal, bajo un enorme paraguas negro, contemplando distraído el estallido de las gotas en el río. Se detuvo frente a él, chocando los provisorios resguardos, mirando a su vez el río. Cerro el suyo, entregándose entera a la espesa lluvia, levantando la vista y buscando en sus ojos alguna palabra. El le copio el gesto y ambos, empapándose, se acercaron hasta compartir la misma respiración. La energía acumulada en el ritual de anticipación había hecho lo propio y en un segundo, Helena se encontró sentada sobre el barandal. Sus piernas, como fuertes lazos, se agarraban a su cintura, no por miedo a caer, sino para fundirse en su cuerpo y formar una única masa de abrazos, de manos que tocaban lo que hacía tiempo deseaban, de lenguas, de labios, de lluvia mezclada con calor. Sus fuertes brazos la sostenían por la espalda a la vez que acariciaban su cara y tiraban suavemente de su pelo. El carmín se había transformado ya en una sombra para ambas bocas. Helena, completamente envuelta en el cuerpo de su amante, seguía siendo el único punto de color en aquel paisaje.