domingo, 23 de diciembre de 2018

Mal de ojo


Te paras frente al espejo, con el alma desnuda, con la seguridad de que nadie te ve. Porque la visibilidad es riesgosa. Lo que los otros hacen con lo que ven es peligroso. O no. Aunque arriesgarse implique un esfuerzo difícil de aceptar. Pero el espejo es seguro, confiable, sincero. Y te miras a los ojos como miras a los extraños. Evaluando, midiendo, prestando especial atención a las pupilas que se dilatan expectantes, preparadas para la huida, percibiendo a la vez su condición de observadas. Te miras con la sensación de no haberte visto nunca. Con la excitación del descubrimiento, del amanecer. Te moves, de costado, de espaldas, girando la cabeza, haciendo gestos. Y se te escapa una sonrisa, pícara. Y se te escapan dos. De alguna forma te simpatiza el extraño que te devuelve la mirada. Las arruguitas que descubrís al costado de los ojos, que no estaban pero que parecen agregadas a propósito, como adorno. Un surco apenas más profundo aparece en el entrecejo, solo cuando los ojos se ponen serios, y ese gesto, por reflejo, te manda a dar un paso atrás. Por suerte las pupilas se suavizan y una tercer sonrisa, algo cadenciosa y amortiguada, te relaja. El descubrimiento es embriagador y pasas varios minutos más de pie frente al espejo. Ambas figuras se mueven y se siguen y se muestran…y se sienten. Al cabo de un rato, un impulso primitivo, diría infantil, te mueve a levantar una mano. Ahí, en el aire, un permiso implícito aguarda respuesta. Las arruguitas de los ojos se contraen y entonces acercas la palma al espejo, al lugar exacto donde otra palma descansa abierta. El calor empaña el reflejo.
-La mayoría de la gente no sabe cuánto necesita una caricia, hasta que se la hacen-


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

ExpressAte sin aluciones político-religiosas malintencionadas. Gracias!