Como
todos los días, Juan se levantó a las 6 de la mañana. Se preparó unos mates
amargos. Comió unas galletitas de agua. Contemplo su rostro en el espejito del
modesto baño, azulejos ocre oscuro, sopesando nuevas arrugas. Peino su oscuro
bigote salpicado por algunas canas y acomodo a la gomina su corte estilo
marcial. No podía decirse que fuese un tipo feo, sí que los años no lo habían
tratado bien. Se puso el uniforme azul gastado. Le abrió una lata de comida a
su perro Virgilio y salió a la calle. Camino las 3 cuadras de siempre, hasta la
parada del colectivo. Saludo al chofer. Se sentó adelante. Se puso los
auriculares y sintonizo la radio am. Aquel aparato paralelepípedo era casi
siempre su única conexión con el mundo exterior. El viaje duro su media hora habitual. Ya en la oficina postal,
amplia, amarillenta, mohosa, busco su bolso y su lista de trabajo.
Durante
10 años, Juan había sido cartero. “Trabajador postal”, decía. Hacia su trabajo
con decente austeridad. Sin importar lo que pasara, siempre despachaba todas
las cartas. Había sido empleado del mes, varias veces. Nunca perdió una sola entrega. Su bolso y su lista
encajaban a continuación de sus brazos, espeluznante combinación de piel y plástico,
de manera cuasi congénita.
Salió
del edificio con sigilo y se dispuso a recorrer las 30 manzanas que forman su
recorrido, pasando por un tranquilo barrio de casas bajas, un colegio y un par
de edificios públicos. Camino a paso firme, sin detenerse a charlar con nadie.
Nunca charlaba. Una sombra. Espectral. Para el medio día ya había repartido dos
tercios de su carga. Se detuvo en una plaza. Saco de su mochila un sándwich de
queso y una botella de agua. Se dispuso a almorzar sentado en un banco alejado,
bajo un árbol. Comió en silencio. El bullicio de la plaza en plena tarde lo
envolvía, sin tocarlo. Los chicos del colegio cercano corrían, saltaban y
gritaban a su alrededor. Las mujeres charlaban y reían. Los oficinistas comían
apresurados sus almuerzos mientras hablaban por teléfono. Todo aquello, en una
dimensión que no era la de Juan. Siempre al margen. En un punto y aparte.
Cuando
no estaba cumpliendo con su trabajo, gustaba pasar todo su tiempo en casa.
Virgilio mantenía siempre a una distancia decorosa. Tenía además algunas
gallinas que cuidaba con recelo, un canario y unos cuantos rosales. Había
vivido siempre en la misma casa, dormido siempre en la misma cama. Cuando su
padre murió, repentinamente, a causa de una enorme espina de pescado mal ubicada
en su garganta, su madre se mudó con la tía Elena, al otro lado de la ciudad. En
ese entonces, Juan residía en los claustros de un estricto liceo militar. Ella no
deseaba esperar sola en aquella fría casa hasta que se graduara. Para cuando
regreso, solo estaban el perro, las gallinas, el canario y las rosas. La casa
perduro intacta, igual que Juan. Atemporal.
Continuara...
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