En el kiosco había
sombras. Lo sé porque las vi con estos mismos ojos que ahora te miran. Las vi
varias veces. Siempre las mismas, una pequeña y dos más largas, lejanas. La
chiquita cada tanto se alejaba, creciendo, pero se ve que no le gustaba porque
volvía a ponerse en el lugar en que quedaba pequeña. Con Gabriel las dibujamos
muchas veces. Mamá pensaba que estábamos locos, los dos con las mismas sombras.
Era inevitable usar colores oscuros y eso en dibujos de críos es, cuanto menos, alarmante. Ahora lo sé. Pero en ese entonces solo deseábamos representar las
sombras del kiosco de Manuel.
Él vivía en el fondo.
Detrás de los paquetes de cigarrillos había una puerta y más allá un pasillo
que daba a una habitación oscura y húmeda. Manuel la tenía colmada de libros.
Estaban en las paredes, bajo la única ventana, bajo la mesita de luz y
alrededor de la cama de caño oscuro.
Todos los días
ocurría lo mismo. Abría el kiosco bien temprano y atendía él mismo a todos los
chicos del colegio de al lado (el nuestro). Gabriel y yo pasábamos a comprar
caramelos para el recreo y desde el mostrador de los frascos veíamos las
sombras. A esa hora solo estaban las dos más grandes. Para el medio día se
irían a otra parte porque Manuel salía a almorzar y a buscar un libro de la covacha
del alemán. Uno por día. Todos viejos y amarillos. Gabriel siempre decía que el
alemán se había convertido en uno de sus libros y que Manuel pronto quedaría igual.
Viejo y amarillo.
Por la tarde, cuando
regresaba, nos encargábamos de verificar que las tres sombras estuvieran con
él, detrás de los frascos, cerca de la puerta escondida que conducía a la
habitación de los libros. Nos alegraba mucho verlas porque eso significaba que
Manuel no estaría solo por la noche. Aquello nos preocupaba por razones que
ahora no puedo precisar.
Por años fuimos testigos
de la rutinaria compulsión de Manuel por los libros que le daba el alemán. En
cierto momento tuvo que ponerle techo al pasillo y pronto se llenó de pilas y
torres. Se multiplicaban con magia, o como una maldición. Llegaron a ocupar incluso
algunos rincones del kiosco, detrás de las cajas de galletitas y chocolates.
Gabriel empezó a asustarse y yo también. Las sombras se volvían cada vez más
pequeñas, difusas. No les quedaba espacio para proyectarse.
Un buen día nos agarramos
de la mano, y fuimos a encarar al alemán. Lo acorralamos entre nuestros
cuerpitos infantiles y los estantes de su covacha. Le ordenamos, con
impaciencia y enojo, que dejara de darle libros a nuestro amigo Manuel, que ya
no tenía espacio para que vivieran sus sombras, se ahogarían y él quedaría solo
por las noches.
El viejo nos miró primero
con sorpresa y luego con ternura. Nos agarró de a uno por debajo de las axilas y nos sentó
sobre una torre de enciclopedias de tapa dura. –Miren mocosos – nos dijo
sonriendo, mostrando sus dientes parduscos, hablando en susurros – su amigo Manuel jamás estará solo.
Lo que ustedes llaman sombras son apenas un reflejo de todos los héroes y
heroínas que velan sus sueños ¿no lo ven? Son los libros los que forman las
sombras que guardan vigilia por el viejo Manuel. Mientras los tenga no habrá sitio
donde esté solo.
Ese día Gabriel se llevó un
libro de la covacha del alemán. Y yo…yo también.
hola quiero compartir con ustedes
ResponderBorrarEn esquina de Rivadavia y La Rioja esta la pizzería Española. Nunca comí ahí , la veo siempre llena. Doblando por la calle la Rioja, hay una puerta chiquita entre la pizzería y el kiosco la abrís y te encontrás enseguida con los escalones de la escalera ,la primer impresión, es que el señor del kiosco esta ahí para controlar todos las personas que entran . continuua . alby