miércoles, 28 de junio de 2017

Almendras Amargas

Recuerdo muy bien nuestro ultimo mes de facultad. No el último año, ni el primero, ni el tercero. Hablo del último mes de clases, el último de todos los meses que fueron y ya no serán.
Lo recuerdo porque fue el mes en que conocí a Hipólito. Tipo raro si los hay.
Era agosto y adentro de los cursos hacia un frío insoportable. Los enormes ventanales se empañaban de piso a techo por la helada, los estudiantes sentados obedientemente como estatuas de mármol, pálidos, emitían vapores blancos al compás de la respiración invernal. 
Hipolito estaba terminando la cursada de sociología y yo la de psicología. No coincidíamos casi en nada, salvo en aquel seminario aburrido y de mal gusto en el que nos toco sentarnos juntos, y en el gusto por la garrapiñada de almendras.
Ese día el tenia una bolsa enorme escondida en la mochila. La puso entre los dos y me convido.
- ¿Queres?
- ¿De que es?, le dije mirándolo a los ojos.
- ¿Importa?, respondió, en su típica anti-verborragia.
- Si, importa.
- Son almendras. Si no queres no comas. (quería que aceptara, lo sabia)
- "Era inevitable, el olor a almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados", le recite sosteniéndole la mirada desafiante e impaciente que él me habia dirigido de inmediato.

- Que buena memoria
- Si
- ¿Te acordas también del veneno?
- Claro (reí)
- Vas a agarrar o no?
- No
- ¿Porque no? te las compre para vos.
- Porque me acorde del veneno.

Amaba volverlo loco. Era un juego mutuo. Él se hacia el desenamorado y yo la arpía venenosa. Me encantaba ese papel, nunca pude ser la buena. 
Durante todo el mes asistimos a ese tórrido seminario solo para vernos. Él me ofrecía almendras. Yo lo rechazaba. Él me preguntaba si tenia frío y cuando le decía que no, le anulaba el juego. Se enojaba, ponía la mochila de pared y no me hablaba mas hasta el otro día, cuando volvía de vuelta con lo de las almendras.
El último día de cursada, Hipolito no apareció. Espere un buen rato a la salida, pregunte por ahí. Nadie parecía conocerlo. Ni siquiera el vendedor de garrapiñadas.
Nunca mas lo volví a ver. Ni a él ni a las almendras, por las que perdí el gusto.
Venenoso o no, su olor me trae el amargo recuerdo de un amor que se invento el invierno y que nunca mas volvió. 

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